viernes, 24 de abril de 2009

De amores imposibles y otros demonios

Al entrañable Peregrino de las pampas andinas, de nombre impronunciable y recuerdo lejano...

-He perdido la patria potestad de mi pecho convexo, he dejado infringir la barrera de mi entrepierna cóncava, le he dado pases de entrada al que no podía comprarlos, y así me he ganado el cielo: haciendo la caridad, amando al prójimo, y saciando hambres cual humilde fámula del buen Señor.
Así cavilaba, muchos años después de todo esto, Silvia, la serrana, de tierna piel y curvas esculpidas en generosa proporción, al mejor estilo de Botticelli o alguno de esos renacentistas que padecía de fiebre greca.

Dióse Silvia a la tarea de pensar, en el ocaso de su existencia, que el tesoro de su sexo cándido había sido hurtado, migaja tras migaja, por la insaciabilidad de malagueños y manchegos adictos al pescado fresco y las almejas. Dióse a la tarea de llorar sus glorias pasadas recordando sus muchos levantamientos del catre, con arrogante valentía y ademanes de victoria al salir de las muchas tiendas que visitó, en los muchos campos de batalla en los que lidió. Dióse esta hija de la sierra a la tarea de hurgar entre sus haberes hasta encontrar el pergamino que un tal Peregrino veneciano le hubiese enviado mucho antes, en las que Ripol relataba la historia de un noble chino cuyas fantasías sodomíticas eran saciadas por la pierna a medio amputar de su lasciva esposa. Dióse doña Silvia a la tarea de suspirar por su Peregrino remitente cuya hambre nunca pudo saciar.

Decían que se había vuelto pez en un río de amarillas aguas. Decían que una gran muralla le impedía volver. Decían que sus pies yacían fatigados por las amplias estepas. Decían que había sido condenado a permanecer en alta montaña como cocinero de aves; hasta decían que servía el mejor hígado de los Urales. Decían que el Bósforo se había ampliado intencionalmente para impedirle el paso, que los Balcanes eternizaron el amanecer para permanecer erectos y evitar su curso, que el Rin se desbordaba para ahogarlo, y que los Pirineos se congelaban adrede para que no llegara hasta la peña hispánica que abrigaba a su Silvia. Decían que escribía pútridos improperios contra Tarsis, contra la Finis Terrae que se hacia huidiza, lejana, distante allende el mar, sola, desierta, mojigata, monja, cartujana y deseosa de desprenderse por el hilo que la ata al resto y viajar hasta las tierras del Sur, cual Colón sin certezas, sólo para hacerse sirvienta del destino que se empeñaba en separarlos.

A su vez Silvia, en la taciturnidad de su aposento, recordó las muchas líneas que fijó en el papel y, por un momento, las sintió inútiles, tontas, mordaces, alcahuetas, pendejas, desgraciadas y unidas al universo absurdo de su melancolía. Sin hallar papel, sin hallar tinta, hallose sola con los dos únicos elementos que le mantenían viva la ilusión: su memoria y los dedos con que escribía.
Dibujó una vez más la imagen nítida de su Peregrino en la mente absorta y, poniendo sus dedos, en posición de Papa en bendición, se los llevó a la concavidad de su entrepierna, muchas veces infringida, e intentó masturbarse.
Su vulva cansada parecía querer silbar con esos dos dedos adentro, pero, sus labios, del color de fatigados champiñones, se blandeaban como celofán usado y, aunque intentó parir un orgasmo, ni el aliento le bastó al menos para fingirlo.
-Si lo de abajo no llora, decía, concédeme Dios de bondad que mis ojos lo hagan y lamenten la desgracia de haber ofrecido amor a todos, menos al que lo merecía.

¡Qué desgracia, qué miseria, qué lamento llegado a histeria! Pobre Silvia, la serrana, de tierna piel nívea y virtud mermada. Tras la desgracia de un amor imposible, hállase ahora cocinando otro de sus vicios: la gerontofobia, que es el odio a su vejez, a su piel ajada, a su sexo nulo, a su cuerpo pícnico, a su pelo grisáceo y débil, a su voluntad enemistada con su anatomía, a su deseo de hacer y sin embargo no poder.
-Silvia La Serrana, decíase en frenético soliloquio, ¡qué vieja te ves! Tú que eras puta de sonrisa lisonjera, de gama de colores y manto volátil. ¿Qué queda de ti, pobre Silvia? Niña linda, muchachita un día pía. Tu rostro parece una rosa y no por lo terso sino por lo plegado. Ternerita locuaz de mansa cola y brío amainado, ¡cómo te ves! Vejestorio insulso.
Ahora, quitándose su bata barata de corte amplio, Silvia, la serrana, mirábase al espejo y con pausada, más no paciente voz, continuaba su mordaz panegírico:
-Mírate las manos peritas en amansar falos: cómo tiemblan ahora y pierden tino. Mírate las piernas que columnas de madreperla un día fueron y han olvidado los ritmos del ayer, mira Silvia de mil amores lo que queda de tus glúteos abultados: masa flácida, albina, venosa, lívida a veces, deseable nunca. ¿Y qué queda de tu voz, reina de las tiendas?, ya no alcanzas ni un Mi, ni un Fa, ni un Sol. Cuando hablas, ya resuenas cual suntuosa flatulencia, por el timbre de tu voz y el olor de tu hálito mortecino.

Cansada de llorar y sin hallar en el diccionario de su corazón palabras certeras que definieran con exactitud sus sentimientos, Silvia, la serrana, recordó una vez más al Peregrino veneciano, lo maldijo igual que al destino y se fue a la misa de la Asunción.
Cuando volvía por las mismas calles ruines y amoniacales de la Santa Fe de Antoquia de su mocedad, saludó al galeno del pueblo que paseaba feliz con su familia.

-Buenos días, doctor Follado.
-Buenos días, señora La Serrana.
-Feliz día de la Asunción, doctor. Menuda coincidencia que hoy el viento silbe, ¿no le parece?
-Sin duda mi señora. Deben ser los aurigas de la Madona elevándose a los cielos.

-Debe ser así si usted lo dice. He oído que los siervos de Hipócrates saben mucho. A propósito, ¿sabe usted dónde está localizado el corazón humano?
-Como no he de saberlo, mi señora; fui laureado en esa clase.
-¿Podría usted dibujarme el sitio exacto en mi pecho con este carboncillo?
-Con todo gusto.

Regresaba Silvia la Serrana por las calles otra vez ruines y amoniacales de Santa Fe, sin fijarse ahora en la desgracia de las casas o en los vapores úricos con los que festejaba el viento tibio de la tarde. Iba feliz la condenada.
Con el pecho entreabierto, riendo como sin razón, llegó a su casa medio oscura, entró a la cocina y se clavó un cuchillo sucio de mantequilla en la mitad del dibujo del pecho (la mantequilla era intencional. Para que le entrara más fácil). Se desangró y murió descorazonada...
Eso le pasó por puta, por pendeja, por bruta, por tonta, por y andar dando el culo en vez de estudiar como una niña decente. Si hubiese estudiado, hubiese sido más inteligente como para pensar que después de tantos años, ese tal marica Peregrino veneciano nunca aparecería. Se hubiese casado con uno de los tantos que se tiró, y cuento acabado. Ahora que ni crea que por repartilo a diestra y siniestra va a ser salva; que eso no es caridad, eso es putería.
Ojalá Satanás le diga, cagado de risa en el infierno, que en el mundo no hay amores imposibles sino amantes idiotas que se hacen infelices creyéndolo.

lunes, 13 de abril de 2009

Menina Santa

-Acuéstese mi niña y haga sus oraciones, dígale al ángel de la guarda que la proteja, a San Miguel que le espante los espíritus del mal, a la Madre Santa que la conserve pura en sueños, a Santa Lucía que la haga ciega para el pecado, a Santa Tecla que le inmovilice las manos si de tocarse se trata, y no olvide lavarse los dientes física y espiritualmente para evitar hablar sandeces mientras duerme.

-Claro que sí, su merced honrada, en santa obediencia he de postrarme, al séquito del cielo mi oración elevaré; en noche oscura con ansias de amores inflamada le diré que me haga limpia, que planche las arrugas de mi alma, que extraiga las manchas de mi purpúrea dignidad, que me haga santa como usted misma dice ser.

-Que bien, mi párvula estirpe de tinte palaciego, menina cual pintura de Velázquez, doncella al estilo de los cuentos, chiquitita de mirada cándida, solaz vestido de edad temprana, engendro casi inmaculado, lirio con apropiado sol y agua, dulce encanto de tiernas manos y empalagosa mirada... Pero, si te encuentro explorando tus tierras bajas te quemo las manos, puta del demonio. Si te veo dedeándote el culo en la penumbra conocerás la furia de mi genio. Si te hallo bajo la colcha, sudando de placer, seré yo el invierno que te apague. Si veo tus pezones erectos, seré yo la tijera que los pode. Si siento tu vientre palpitar de ganas, seré yo la brisa tramontana que confunda tus sentidos. Si te hallare lamiendo tus mismos labios en desesperada conmoción, seré yo la hiel que te haga escupir de repugnancia, porque las niñas malas no van al cielo, las hijitas de mamita que se portan mal, Dios no las quiere. Las señoritas bien portadas, en cambio, son deleite de la moral, miel en labios del prefecto, chocolate para el paladar del auditor. Sé bien yo que eres una de ellas y certeza tengo de que triste no me harás, porque mas vale mártir en cielo con palma en mano, que puta en tierra de andar mundano.

martes, 7 de abril de 2009

Ras-Putin


¿Adonde fuiste anoche?
-Mi hermana me llamo para que le ayudara a vengar la traición de un novio que se ha cagado en sus sentimientos.

¿Y que hicieron?
-Pues con necia cautela rodeamos a la victima: una hija de la calle llamada Ras Putin, porque como dicen por ahí, es puta y se depila el monte de Venus con cera. Una vez enfocada la carnada le forramos la cabeza con un saco vacío de harina, le entrelazamos los brazos por atrás, y le hicimos cosquillas.

¿Y como reacciono?
-Se reía sin parar la condenada, se movía como posesa en exorcismo, bailaba como mapalé al mejor estilo africano, serpenteaba como víbora amazónica, y decía algo así como: mo ma, mójenme, muélanme, mime pumas. Mi prima pensó que invocaba al diablo. Pero era obvio que con un pliegue del saco en la boca, sus palabras sonarían tergiversadas y locuaces. Yo con audacia lingüística traduje a la infortunada: “no mas! Déjenme, suéltenme, hijoputas! Fue cruel, pero reí como nunca.

¿Y como término todo?
-Al final le bajamos la falda, le amarramos los brazos, le quitamos el saco y la mandamos calle abajo por el distrito de compras, por donde sabíamos pasaría el desfile del carnaval. Hela ahí, verdaderamente depilada, maniatada, y con cara de mimo en feria.

¿Quedo tu hermana satisfecha?
-No lo se, el odio y la venganza son como el cáncer, como una adicción, porque una vez expuesta la naturaleza vil del hombre, se requiere de mas presas para alimentarla. No se si debí ayudarla, no fue bueno para ella, pero ese tipo de hambre se pega, ahora lo siento yo también.

¿Y que vas a hacer ahora?
-De pronto me vengue de mi hermana por su crueldad, y le haga lo mismo y la avergüence por tener una teta más grande que otra, porque no se depila las axilas, y tal vez aprenda que con lo que avergonzó a Ras Putin es aquello de lo que carece. Que solo se odia en los otros lo que uno no tiene. Tal vez aprenda que la venganza es la más estupida de las taras, porque se es lo suficientemente cobarde como para castigar en otros las gilipolleces de uno mismo.