lunes, 11 de mayo de 2009

Testigo Don Fidel


Desde el lecho frío que besaba su cuerpo ya escaso de carnes, hablaba el padre Fidel de una tal Pilar que le sirvió de sacristana.

Lacaya fiel de la iglesia de La Merced, día y noche servía: tan sólo cuidaba, más nunca dormía. Pilar, beata de pueblo, de pelo largo, caderas escurridizas, cara lazarina de cuatro días de muerta, púber mostacho que lamía con su labio nunca lamido, nariz con la que bien podía hurgar buscando hormigas, senos de gota por forma y tamaño, bisagras velludas al estilo Woodstock, patas muletas, pelo de fique, paraíso hemipteroideo, sonrisa sin perlas, y un deseo inmenso de ser como el cura don Fidel.

Contaba el octogenario levita que, en noche ventosa, olvidó su breviario en la credencia pequeña del altar mayor. Parose sin titubear a buscarlo. Quería evitar que su conciencia le jugara una de esas morbosillas jugarretas que le hiciesen recordar la promesa de rezar, sin faltar, oficio de lecturas, laudes, tercia, sexta, nona, vísperas, y la celadora de sus sueños impúdicos: las completas. Por causa de éstas, decidió dejar el blando catre de policromada lencería hecha por indios Paeces a los que un día adoctrinó en el lejano Cauca de santas semanas y peregrinos devotos. Tomó su vieja sotana, raída y cansada, y sin usar nada debajo, con el miembro colgando cual lirio marchito, salió a su mandado. Como en vuelta de torero, rodeó el templo hasta encontrar la minúscula puertecilla que daba acceso a la sacristía. Un golpe, otro golpe, uno más y la torcida llave abrió, con la complicidad de tres golpecillos, sin aparente repercusión. En éxtasis hallábase Pilar; como harta de opio o barragana liada a Belcebú.

Según contó el santo doctor de almas quien había detenido su aún mórbido cuerpo en la entrada de la sacristía y, sin estropear a la fulana, contempló paso por paso lo que hacía. Ahora enfermo y más viejo con la ironía de un inquisidor y la sátira de un hereje declaró su fiel testimonio como sigue: se puso el ornamento exclusivo de las patronales mercedinas, el de canutillos, hilos de oro, ónix en brillo, el de la imagen de la Señora en pose de bondad, el que me hicieron las concepcionistas de Santa Beatriz. Caminó hacia el altar, reverenció al tabernáculo, besó la piedra ara, se persignó, ritos iniciales, oración colecta, leyó, predicó la desvergonzada, dijo el credo y hasta oró por supuestas personalidades de la congregación compuesta de bancas solas con un ligero olor a ancas sudadas, prefacio, plegaria eucarística, consagró la hija de puta, levantó el cáliz esta mal nacida, comulgó la muy perra, hasta meditó después de comulgar, se paró, oró de nuevo y dio la bendición.

Quería ahora, decía Don Fidel, salir corriendo hacia ella y darle su par de bofetadas por sacrílega, ignorante y por haber olvidado el padre nuestro que es parte esencial de la misa. Pero no, la paciencia es una virtud que harto esfuerzo le había costado y mejor esperó a que llegase a la sacristía para constatar que no olvidara reverenciar el crucifijo en pasta de maíz que un canónigo amigo le había enviado desde Morelia, en las entrañas tarascas de Michoacán en Méjico. Pues lo hizo, y cuando se quitó el ornamento de su sacro oficio, la alba Pilar sintió una ráfaga de repetidas manos que la sacó ipso facto del éxtasis en el que soñaba ser cardenal, padre de la Iglesia, cura animarum, ministro de la Santa, Católica y Romana. Como muerto que resucita y desea volver a morir, Pilar Lucía Castaño De La Rueda sintió que los cayos del párroco ruborizaban sin misericordia su pálida piel. Ni para que decir que no; bien conocía su falta y merecida era la punición.

Entre hallazgos de confesión, que por razones de sigilo no deberíamos contar, pero que al senil cura Fidel ya no le importan, Pilar ya llevaba tres años y cuatro meses funcionando de sacerdote en las fantasiosas pilatunas de sus solitarias noches en el templo. No sólo hizo misas, también bautizó, confirmó, casó, ordenó a más mujeres, aplicó la extremaunción, desbancaba a Rouco Varela de la Almudena, a Rubiano de la Primada y a Norberto Rivera no lo dejaba entrar ni al Zócalo. Ningún prelado se comparaba con su hábil uso del dedo señalador, ni a su trinar patético de gregoriano decadente.

Pilar perdió su acceso a la sacristía, al reino de lo sagrado, al palacio de lo bello. Ya resignada por su destino, marchose del pueblo sin dejar recuerdo alguno. Su rostro era olvidable, su cuerpo sin ninguna pretensión. Nada ha pasado, Pilar. Regresa a tu aldea a lidiar con gallinas, recoge los huevos como te dice tu tía, trae la leña que el viento se siente ya frío, arranca un tomate y hazte una sopa, tómatela, gózala y ríete de felicidad, puñetera, que no ha nacido una hija de puta como tú tan cabrona y gallarda. No ha nacido la primera hija de Eva que hiciese lo que tú hiciste. No hay, ni entre las comunistas, espíritu más libre que el tuyo, pues ellas pelean para darle el poder al que un día las oprimirá, pero tú Pilar, tú tienes más pelotas que los maricones que oprimen tu raza débil en odio, violencia, y rencor.

Así, con tono cansado y tristeza brotando, el padre Fidel recordaba a la hereje Pilar, a la que en ejercicio de guardián de la fe despidió por las veredas polvorientas de Santa Fe de Antioquia. Decía de ella, con pícaro gesto: “buen siervo fui al defender a la Santa Madre Iglesia de la relapsa Pilar, bien hice al exterminar la contumacia de su secreto pecado, buen siervo fui y que no digan los sagrados historiadores que no defendí la causa. Pero, en mis noches ocultas, después de rezar completas, cuando la mente dejaba de pensar en Dios y los demonios en festiva caravana venían, recordaba mi pasado, en el que jugaba, al igual que Pilar, con la ropa de mi madre Doloritas, ahora muerta. Recordaba cómo aquel vestido de terciopelo azul se ceñía a mis formas de adolescente imberbe, cuando imitaba al espejo los gestos de dama en cóctel, cuando vestía una chinchilla alrededor de mi cuello, cuando desfilaba lanzando besos cual doncella en busca de consorte, cómo llenaba mi faz de afeites sin fin y cómo me bañaba en agua perfumada para parecer perra en celo. ¡Ay Pilar! Decía Don Fidel, ¡cuánto teníamos en común! Tú jugabas a mí y yo a ti en mejor versión. Siempre soñé caminar de vuelta a mi mundo como tú, como en victoria y sin haber ganado nada más que la certeza de saberme libre. Vuelve, Pilar, un día y hállame en el espejo de mi cuarto vistiendo el ajuar que heredé de mi madre y que conservo en un baúl. Entra sin preguntar, obsérvame, calla, Pilarica; mira mi escena y dime luego si en algo fallé. Espera a que acabe y golpéame con furor, con importada violencia, que sé que no posees. Grítame Pilar, dime: maricón, joto, muerde almohadas, caga colchón, cacorro, florecita, mariposón, culo ancho, sodomita, o pirobo como ahora dicen los muchachos. Apostrófame: faggot, fruit cake, sale pédé, tante, tapette, invertito, marchettaro, effeminato, schwuchtel. Di todo lo que quieras y luego destiérrame como lo hice contigo. Así me iré por los campos pastoriles, como con aire de victoria y sin haber ganado nada más que la certeza de saberme libre.

domingo, 3 de mayo de 2009

Coloquio de la Emancipación.

-Madame Rupert: eres torpe y poseo baja tolerancia a la estupidez.
-Aníbal: ¿Qué quieres que cambie?
-Mme. Rupert: no, no, no quiero que cambies…¡quiero que desaparezcas!
-Aníbal: pero, podría serle útil… podría lavar sus platos…
-Mme. Rupert: romperías mi loza china.
-Aníbal: podría lavar su ropa…
-Mme. Rupert: arruinarías mi Chanel.
-Aníbal: podría limpiar su casa…
-Mme. Rupert: ¿Crees que te dejaría poner tus burdas manos sobre mi mueblería Louisiana? Oye… ¿te has mirado en un espejo? Eres un error de natura: adefesio humano, esperpento, patizambo, tiparraco de imagen irrisoria y fulana personalidad. ¿Cómo crees que te dejaría deambular por mis propiedades sin punición alguna?
-Aníbal: entiendo.
-Mme. Rupert: tú nunca prosperarás.
-Aníbal: es posible.
-Mme. Rupert: tú nunca serás amado.
-Aníbal: como usted diga.
-Mme. Rupert: Dios no quiera que te reproduzcas; afearías mas la raza humana. Tu estirpe sería cual modelo flaca, cual rubia de amplias mamarias, cual insípida Gioconda, cual reinita de paso fino, fino lino y opinión sin tino. Quiero que dejes de atentar contra mis ojos, quiero que pares de ofender mi exquisito gusto, quiero que dejes esta cámara que, contigo adentro, no deja de apestar.
-Aníbal: no hay cuestión, no hay objeción, no hay llanto, no hay herida, no hay lamento. Esta cámara dejo en este momento. No sin antes revelar, el origen de esta hedentina, que maltrata tus fosas y de pecho causa anginas. Esta cámara apesta y no es por mí, es por tu boca, cercana a tu nariz, que, de tanto hablar mierda, tal olor ha generado, dándome un hipo nauseabundo que de ti yo siempre he odiado.